«La lectura de este periódico nos descubre un Ledesma más sosegado en la emisión de su mensaje que el joven agitador de La Conquista del Estado, hasta el punto de que en las páginas de Nuestra Revolución ni siquiera se plantea el carácter del Estado que propugna. ¿Supone esto una claudicación de las iniciales posturas? El ideario expuesto en sus momentos inaugurales resultaba aún elemental, carecía del perfeccionamiento que sólo con el tiempo y la colaboración de otros pensadores le sería posible adquirir. Por otra parte, el particular carácter de Nuestra Revolución no le permite incitar a la lucha, sino que ha de limitarse al simple planteamiento de unos objetivos nada lejanos de los postulados nacionalsindicalistas, pero siempre dentro del marco de la economía capitalista —aunque en evidente crisis— de la España del momento. No es lo mismo entender los cambios económicos dentro del proceso de evolución —no revolución— del Estado hacia el ideal nacionalsindicalista, que es tal como se planteaba en La Conquista del Estado, que concebirlos como una simple mejora en el seno de un sistema determinado. En eso se habría vuelto Ledesma más cauto, aunque su discurso político parezca haberse conciliado con posiciones más radicales. Ya no será la rudeza expresiva lo que resulte más provocador de su mensaje, sino el mensaje mismo. Formalmente más refinado, rehuyendo el escándalo artificioso, sin aquellos titulares tan provocativos que empleara en la primera hora, espera Ledesma mantener a flote su pequeña nave en un mar aún más agitado que las aguas en que se botara la República.
Acaso Ledesma pagó el precio de la marginación que se le exige a todo intelectual que se abstrae de la tensión cotidiana. No es que en julio de 1936 Ramiro Ledesma hubiese renunciado a la vía revolucionaria, sino que su ostracismo le había privado de la fuerza que proporciona una masa de seguidores, por exigua que sea. Cuando despertó del letargo en que permaneció sumido durante unos meses, hubo de contentarse con una labor periodística, tarea innegablemente sometida a determinadas servidumbres. Y, aún con todo —si creemos a Guillén Salaya—, no será hasta el asesinato de José Calvo Sotelo cuando manifieste: «Hay que dejar la pluma y tomar las armas, cambiar la teoría por la acción.» No tuvo personalmente oportunidad para ello. Detenido el primer día de agosto, en la noche del 29 al 30 de octubre brindó definitivamente su vida, mientras millares de jóvenes buscaban una “muerte española” animados por aquellos ideales que impulsaron su corazón y su inteligencia».
Más información: Ediciones Nueva República.
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