lunes, 14 de mayo de 2012

Metapolítica de Corto Maltés


Decir de alguien que “es un aventurero” no es precisamente un elogio. Así solemos designar a personajes de errática conducta y de poco fiar, en el mejor de los casos a inmaduros a los que conviene evitar o tener a raya. No siempre fue así en otras épocas. Pero en una sociedad tabulada por criterios de competitividad y producción ya no hay sitio para comportamientos deslavazados, ajenos a rentabilidades y hojas de cálculo. La religión del progreso, de la cuantificación contante y sonante de resultados y del compromiso con causas llamadas a mejorar la condición de la humanidad dejaron en mal lugar a estos traficantes de quimeras, que quedaron relegados al ámbito de las curiosidades pintorescas y la cultura popular.


Porque el aventurero es un ser desreglado, pródigo y manirroto con su propia vida y con la de las demás, cuya continua búsqueda de acción rebota sobre sí misma y no está, en último término, al servicio de nada. Extravagancia suprema: las ideas de riesgo, de imprevisión, de gratuidad. Sospechoso de individualismo reaccionario, el aventurero se nos aparece, de entrada, como un ser no útil. ¿Consiste acaso, ser aventurero, en el deseo de ser inútil?


Curiosamente fue en el período de más álgido fervor progresista – en los optimistas años sesenta, tan llenos de compromisos y militancias –cuando apareció en Europa el último gran arquetipo de aventurero romántico: el marinero, vagabundo y “gentilhombre de fortuna” Corto Maltés. Y lo hizo –como era de esperar– en el ámbito de la cultura popular, de la mano de un dibujante de historietas: el veneciano Hugo Pratt (1927-1995).


La polémica sobre el estatus cultural del cómic – “noveno arte” para algunos, arte menor o manifestación cultural secundaria para otros –no acaba de cerrarse, pese a haber dado lugar a sesudas reflexiones.[1] Fuera como fuese, lo cierto es que pocos autores como Hugo Pratt han hecho tanto para elevar el cómic europeo desde su consideración de simple entretenimiento popular hasta la de fenómeno cultural con entidad propia, al menos no inferior a otras creaciones artísticas. En ese sentido la expresión “literatura dibujada” – que Pratt reivindicaba para el cómic– es muy ilustrativa, a la par que indica el nivel de autoexigencia y de rigor que este autor empleó en todo su trabajo, de forma sobresaliente en Corto Maltés.


Conviene subrayarlo: Hugo Pratt es uno de esos autores “de una sola obra”, todo lo que hizo se eclipsa ante la figura de este vagabundo de los mares. Hugo Pratt es Corto Maltés, y Corto Maltés es Hugo Pratt. Ello es así porque la alquimia de Pratt acertó en crear lo que solo muy pocos autores consiguen: un arquetipo, un ente de ficción de dimensiones míticas. O lo que es lo mismo: un relato que nos habla desde más allá de la pura literalidad de lo narrado, y que se dirige directamente al fondo de nuestra conciencia. Y ello no para ofrecer un mensaje que se refiera a un “sentido” cualquiera que darle a la vida – sea lo que fuere lo que eso quiera decir – sino más bien otra cosa: un atisbo de lo que sería la experiencia – o el éxtasis – de sentirnos intensamente vivos. Y eso es precisamente a lo que todos, en el fondo, más aspiramos. En ese sentido Corto Maltés es un arquetipo, y como tal opera en las fronteras de la fantasía y la realidad. Ahí estriba la fuerza de este personaje: en su realidad.


Cuando decimos que Corto es real nos referimos a que, como todo buen personaje literario, es capaz de vehicular una gama de contradicciones y claroscuros sin indicio alguno de simplificación o maniqueísmo. Personajes de múltiples aristas que nos interpelan desde la fuerza sintética de las viñetas, en Hugo Pratt lo esencial no es nunca el hilo narrativo de sus historias, sino la intensidad de los textos: esos diálogos esquemáticos, sutilmente entretejidos de referencias culturales y literarias, que fluyen de forma ligera pero en los que nada es gratuito, y sobre los que reposa la autenticidad dramática de sus personajes. Textos que se adecuan a la perfección con las imágenes de ese gran dibujante que fue Pratt: imágenes de trazo vigoroso y no demasiado bello, casi abstracto a veces, que en la sucesión y la descomposición de planos actúan como contrapunto elocuente de los diálogos y los silencios.


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